En los albores de la televisión privada, cuando únicamente había cinco canales en abierto y un sexto llamado ‘el Plus’, si quería cambiar de cadena sin levantarme del sillón –que era lo habitual- tenía que recurrir al único mando a distancia de la casa: el mando del vídeo.
Hoy en día, el mando del vídeo es quizá el aparato electrónico más solitario de la casa. Durante gran parte del año tiene como único amigo al mando del aire acondicionado: hablan de sus cosillas, de lo chulos que se creen los otros aparatos, de la grasilla que van acumulando entre sus teclas y el óxido que inminentemente brotará de sus pilas… Pero en verano, cuando el calor aprieta y el aire acondicionado se reivindica como mejor invento de la historia, el mando del vídeo se queda solo cual estrella del celuloide olvidada que pasa sus últimos días contemplando, melancólico, el inmenso cartel de 'Hollywood' desde la ventana de un asilo.
El mando de mi vídeo era una oda a la sencillez. Tenía sólo diez botones que, si interpretabas con los pies, te enseñaba a bailar salsa: flechita a la derecha, dos flechitas a la izquierda, stop, dos de nuevo a la derecha, flechita-derecha-con-rectangulito-a-la-izquierda, dos rectangulitos verticales, arriba, abajo… y el negro y el rojo, que no eran bailables pero te permitían grabar.
Si querías cambiar de canal, tenías que atravesar la programación de todas las cadenas: no existían los números. Sin embargo, el propio mando te compensaba el tiempo perdido en la travesía con dos ventajas que nunca he vuelto a disfrutar con mando alguno: un pitidito acompañando el cambio de canal (piii) y una pasmosa velocidad de cambio de imagen y sonido. Aquello sí era zapping. En los cinco segundos que tardabas en pasar de la primera a Telemadrid, la tele te regalaba grandes frases fruto de la suma de oraciones sueltas e incompletas:
“Tras lo ocurrido en Valencia (piii) el tigre de bengala (piii) se introduce en el horno (piii) para solucionar el panel (piii) elaborando con calma un (piii) ¡Kame-Hame-Ah!”
Y durante unos segundos tu cerebro se quedaba colgado, analizando la información. ¿Qué había sido aquello? ¿Era sólo fruto del azar, o era un mensaje personalizado? ¿Quería la tele comunicarse con nosotros?
A veces jugaba a hablar con la tele para comprobar si era así, pero no siempre funcionaba. En ocasiones le contaba un chiste y, al cambiar de canal, ella me respondía con risas enlatadas; pero en otras, cuando le consultaba dudas de mis deberes, me hablaba de atracos cuando le preguntaba por Historia o me ponía los senos de las vigilantes de la playa en lugar de respuestas matemáticas.
Tardé años en comprender su sabiduría.
Mi hermano mayor, en cambio, tardó menos tiempo en hacerlo. Me consta que conquistó a la que hoy es su mujer a partir de frases robadas de Arguiñano, Bugs Bunny y Los problemas crecen. A mi hermano mediano le pillé en ocasiones consultándole sus dudas morales y metafísicas, y mis padres nos educaron con sus consejos: durante una temporada no nos alimentaban después de las doce, no nos bañaban con agua y evitaban que nos diera el sol. Afortunadamente, después de tres días la tele les dejó claro que tenían que haber cambiado más rápido de canal.
El caso es que un día perdí aquel mando para siempre, la tele, por su parte, perdió la forma de comunicarse con nosotros. Una trágica mañana de diciembre, al levantarme bruscamente del sofá, el mando que reposaba en mi estómago se enfrentó a la ley de la gravedad y encontró la muerte al estrellarse contra una dura y fría baldosa.
Aquel día lloré. La familia entera lloró. Nadie me acusó de lo ocurrido: todos habíamos participado en el paulatino deterioro de aquel mando al dejarlo caer durante una soporífera sesión de Tour de Francia, al emplearlo como micrófono imaginario, premio Oscar o espada láser, o al trastear con él mientras hablábamos por teléfono.
Intentamos comprar otro, pero los mandos hoy universales ni siquiera eran interplanetarios por aquel entonces. Nos quedaba el remedio de pulsar los botones del propio vídeo, pero éste no tardó mucho en caer: el técnico dijo que se le había quemado una pieza, pero todos comprendimos que los cuatro cabezales de su corazón decidieron no seguir latiendo.
La tele dejó de hablar como antes. El nuevo vídeo sí tenía números y hacía unas pausas entre zapeos que hacían imposible el diálogo fluido. Pronto, dejamos de atravesar la parrilla para ir directos al canal deseado. Al poco tiempo, la tele también se fue, y esa vez sólo yo lloré su pérdida. Mi mejor amiga se había ido compartiendo conmigo en el último segundo su propia visión de la muerte: una oscuridad sólo rota por punto blanco en el centro de la pantalla, al final del túnel.
Las televisiones que vinieron después tenían mando propio y ninguna conversación, y el del vídeo pasó de trabajar la jornada completa a un régimen parcial primero, de sustitución después y, finalmente, por obra y servicio. La llegada del DVD le relegó al oscuro cajón que se ha convertido en su ataúd en vida.
Si a Rick e Ilsa les quedó París, a aquella televisión –dondequiera que esté- y a mí sólo nos queda el zapping: ese lugar sin espacio que para mí sólo existió hasta que oí el último ‘pii’. Un último ‘adiós’ con el que a menudo despierto… :’(
http://spoilertown.blogspot.com/2008/07/zapping.html?showComment=1216296420000#c4930088469911749509'> 17/7/08
Ay, el vídeo, cómo se le echa de menos. Nosotros tenemos dvd grabador pero nunca será lo mismo, de verdad... Yo aprendí a usar el video antes de andar, comprenderás uqe lo eche de menos, fue como un amigo no-imaginario para mí.
Tengo una amiga cuyos padres acaban de comprar una tele hace poco. No tenían desde que ella era pequeña, así que ni siquiera sabía quién eran Ismael Beiro o Roza de España. Muy trágico todo, muy muy trágico.
PD: Mi hermano, posiblemente traumatizado, sigue haciendo zapping de esa manera, y lo triste es que se entera de todo lo que ve.